sábado, 4 de febrero de 2012

Siempre llega la calma












Raúl era un tipo hosco, huraño, sin demasiado contacto con el mundo exterior. Sus vecinos habían hablado sobre él en innumerables ocasiones. Les llamaba la atención que a pesar de ser una persona joven (rondaría los 40) su cara era siempre el espejo de la mala uva.
Elena era una mujer de 80 años, vecina de escalera de Raúl. Cuando se encontraban en el rellano de cuando en cuando, siempre intentaba entablar una pequeña conversación con él, pero Raúl siempre pareciera tener prisa y pocas ganas de hablar. Contestaba a su saludo con un "Buenos dias o buenas tardes" y salía o entraba como despavorido. Rechazaba todo contacto humano que le hiciera permanecer más de 15 segundos seguidos.
Elena había hablado muchas veces con su hija sobre la actitud de Raúl. Marta, que así se llama la hija de Elena nunca lo había visto. Las veces que visitaba a su madre no habían coincidido en el portal.
Aquella mañana de lunes, amaneció lluviosa, la fuerte lluvia se acompañaba de algún relámpago.
Elena tenía que salir a la calle, necesitaba la medicina que tenía que tomar en cada comida. Había llamado a su hija para ver si se la podía ir a buscar, pero Marta tenía el día ocupado, le tocaba visita al ginecólogo y no sabía lo que iba a tardar.
-Ya sabes como es esto mamá, ¿cómo no me lo dijiste el sábado? te lo habría ido a
buscar si tú no querías salir de casa.
-Lo sé hija pero conté mal, creí que tendría por lo menos para las dos primeras
tomas. Bueno, no te preocupes, esperaré hasta la una del mediodía y sino iré a buscarlas yo, total, tampoco está tan lejos la farmacia.
-¡Ay mamá, con la que está cayendo!.
-Bueno hija, te dejo que sino se te hace tarde, ¿vienes esta tarde, verdad?
-Si mamá, hasta la tarde. Un beso ¡Y abrígate bien!.
-Si hija, no te preocupes.
La mañana fué pasando. Al ver que ya eran las 12.30 fué a prepararse para salir. Miró por la ventana y vió que la tormenta había amainado, ahora ya no eran más que unas cuantas gotas las que caían. Se puso el abrigo, cogió su paraguas, las llaves y salió de casa.
En casa de Raúl no se oía nada. -Estará trabajando- pensó.
La farmacia estaba desierta, tan solo Mara, la empleada, la saludó con una sonrisa y unas cuantas palabras amables. Elena salió de la farmacia y volvió a casa.
Abrió el portal y al ir a empujar la puerta sintió que se abría con facilidad, Raúl estaba empujándola para que pudiese entrar sin problema.
-Buenos días, ¡vaya mañana que ha hecho, ¿verdad?!.
-Sí-respondió él sin dar más explicaciones.
Elena subió el primer tramo de escalera, seguía los pasos de Raúl que ya se había adelantado y casi estaba llegando a su puerta. Al poner el pié en el primer escalón del segundo tramo, sintió que resbalaba. Un grito salió de su garganta aunque pudo agarrarse al pasamanos antes de caer al rellano.
Raúl bajó corriendo al oirla y por primera vez se interesó por ella.
-¿Puede levantarse?
-Creo que si- respondió Elena.
Raúl la ayudó a incorporarse y a subir los dos tramos de escalera que quedaban para llegar a sus casas. Por suerte no vivian más que en el primer piso.
Elena le dió las llaves a Raúl que abrió la puerta y entró con ella para acomodarla donde le dijese.
-¿Se encuentra bien?- preguntó Raúl.
-Creo que si. Solo noto un poco de dolor en el pié.
Raul se lo miró, lo tenía un poco hinchado.
-Creo que debería verla un médico. ¿Tiene alguien que pueda acercarla?.
-Ahora mismo no. Mi hija está en el hospital y no vendrá hasta la tarde.
-Entonces la acercaré yo- contestó Raul.
Por suerte para Elena, no era nada, solo tenía dolor por la postura que adoptó el pié al caer. No había esguince ni ningún otro tipo de daño, con lo cuál a los dos días estaba como nueva.
Marta la hija de Elena, intentó darle las gracias a Raul pero nunca lo encontraba en casa, así que trasladó a su madre su deseo de que le diera las gracias cuando lo viese.
A raíz de aquel día, Raúl y Elena empezaron a entablar más conversación, incluso alguna vez él le había ayudado con las bolsas de la compra.
Una tarde, Raul picó en el piso de Elena. No sabía porque pero el teléfono estaba mal, tenía mucho ruido y no había manera de comunicarse. Necesitaba que le dejase hacer una llamada. Elena le hizo pasar y lo llevó a la salita donde Marta la esperaba.
Los dos se miraron, fijamente, como hipnotizados.
-No puede ser ¡Raul!.
-¡Dios, Marta! ¿no me digas que Elena es tu madre?.
-Pués si. Llevo un montón de días intentando hablar contigo para agradecerte lo
que hiciste por mi madre y nunca te encontraba.
-Sí, ya se. No paro mucho por casa.
-¡Vaya!, veo que os conoceis- dijo Elena.
-Sí mamá, nos conocemos de hace mucho tiempo, ¿verdad Raul?- le dijo Marta
guiñándole un ojo.
-Sí- contestó él con una voz llena de nostalgia.
-Bueno, ahí tienes el teléfono- le mostró Elena.
Después de aquel día Raul se hizo asiduo a la casa de Elena. Siempre que podía estuviese o no Marta se escapaba un ratito para charlar con ella.
Raul empezó a cambiar, su semblante serio se transformó en un semblante más agradable, incluso volvía a sonreir.
Raúl volvió a tener ilusión, empezó a interesarse por las cosas de Marta. Elena se sentía felíz. Le gustaba Raúl. En el fondo sabía, que aquella dureza, aquella acritud, no eran más que una fachada, una coraza para no formar parte de nada ni de nadie, pero Elena, esa ancianita que tenía por vecina y que a pesar de que siempre pareciera estar enfadado con todo el mundo, nunca tuvo un mal gesto con él y con su bondad le cambió la vida para bien un buen día, en el que después de la tempestad siempre llega la calma.